Hay un relato africano bellísimo. Se dice que hacía meses que no llovía. La sequía iba agotando los campos. Los animales se morían de sed. Los árboles se secaban. El desierto lo iba dominando todo. De repente descubrieron un pequeño manantial. También estaba amenazado de muerte, porque se caudal era cada día más pequeño. El mismo entró en desaliento. ¿Qué puedo solucionar yo en medio de este inmenso desierto? Al fin yo mismo terminaré seco.
De pronto se escuchó una voz como de brisa suave. “¿Estás desesperado porque no puedes salvar a nadie?” Era una pequeña flor que había supervivido muy cerca del manantial.
“Tú, le dice, eres aquí la última fuente que queda. De ninguna manera te puedes dejar morir. Tampoco tú solas podrás reverdecer el desierto todo. Esto es verdad. Pero, escúchame bien. Tú puedes salvarme a mí. También yo soy la última flor que queda. Si tú con tu agua me mantienes con vida, podré todavía seguir floreciendo. Tal vez, lo dos no podamos sobrevivir a esta tremenda sequía. Pero mis semillas podrán madurar y permanecerán en la tierra y esperarán hasta que algún día vuelva la lluvia. Entonces ellas volverán a la vida y podrán llenar de vida el desierto”. (Cuento Africano: Krankedic. 2003).
Las crisis pueden ser grandes. Pero siempre queda un resquicio a la esperanza. Puede que no sea sino un pequeño manantial a punto de morirse y una flor llena de semillas. Alguien tiene que quedarse vivo para que las semillas no se mueran. Y mientras queden semillas, siempre quedará la esperanza de que el desierto volverá a florecer.
Lo difícil es que esa mínima esperanza de vida resista a la sequía de la crisis. Uno sólo que superviva será la posibilidad de una esperanza que no muere. ¿Quieres tú ser el pequeño manantial que resiste para que una flor nos regale sus semillas? Donde quedan semillas, la esperanza no muere. ¿Quieres tú ser una de esas semillas?
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